VIOLENTO DESALOJO A MINEROS DE LA COOPERATIVA 10 DE ENERO EN PASAJE, PROVINCIA DE EL ORO

 

Las minas de oro y otros metales de los cantones de Zaruma y Portovelo, en la provincia de El Oro, fueron explotados desde la época colonial. Pero en la segunda mitad del siglo XX el sitio de mayor producción minera se ubicó en Nambija, provincia de Zamora Chinchipe. Entre el año 1970 y finales de los años ochentas, campesinos del sur del país optaron por la dedicarse a la explotación minera. Quienes llegaron en busca de oro, llevaron a sus familias enteras, construyeron pequeños y rústicos hogares de madera lo que formó Nambija como un gran caserío.

Las técnicas de explotación minera carecían de las seguridades indispensables, por lo que ésta se convirtió en foco de alerta. “El 10 noviembre 1985 se suscribió el acta de constitución de la Empresa de Economía Mixta Nambija, en la cual participaba el Estado Ecuatoriano, a través del INEMIN (Instituto Nacional de Minería), con el 40%, pero los ejecutivos del sector minero no dieron cumplimiento a lo estipulado en el Decreto Nº 426 que disponía que se busque en forma inmediata las soluciones técnico-mineras para el desarrollo de esa zona. Pese a lo establecido no se tomó ninguna medida que tienda a una explotación racional y segura que preserve el yacimiento, optimice el aprovechamiento del mineral y evite tragedias humanas; por el contrario, se propuso la adquisición de maquinaria en forma inconsulta, se continuó con la explotación irracional y los accidentes cobraron nuevas vidas”.

Situación similar se vivía en la parroquia Progreso del cantón Pasaje de la provincia de El Oro, en donde al igual que en los demás centros de explotación, las actividades mineras se iniciaron informalmente. En el sector existían fincas dedicadas a actividades agrícolas, pertenecientes a la familia Heras, y en la pendiente de uno de los cerros de la zona se iniciaron las primeras exploraciones de yacimientos de oro luego de que se encontraran casualmente los primeros indicios de su existencia. Posteriormente, los habitantes del lugar se vieron en la necesidad de legalizar la posesión de los territorios, mientras aumentaba el número de personas que llegaban de distintos lugares informados del hallazgo.

A mediados del año 1982 se conformó la Cooperativa Minera “6 de Octubre”, con asentamiento en un sector cercano a la población de “La Playa”; pero en poco tiempo sus socios empezaron a disputarse el derecho sobre la mina. Un grupo de los asociados vendió y otros se asociaron y cedieron sus acciones a la Compañía de Economía Mixta “La Tigrera”, de capitales chilenos y ecuatorianos, la que recibió del Instituto Nacional de Minería (INEMIN) una adjudicación de 2.500 hectáreas y cuyo campo de explotación se ubicaba a poca distancia de la mina “6 de Octubre”.

Los mineros de la Cooperativa “6 de Octubre” que no cedieron sus acciones, se quedaron explotando la mina y junto a otras personas formaron la Cooperativa Artesanal Minera “10 de Enero”, con aproximadamente 300 socios. Desde el año 1983 los cooperados buscaban obtener títulos mineros que legalicen su actividad, la que venían desarrollando en los terrenos de la antigua Cooperativa “6 de Octubre”. Para 1985 la Cooperativa explotaba una extensión de 20 hectáreas, pero la constante llegada de “jancheros” personas que trabajaban poco tiempo y se iban sin afiliarse a la cooperativa, de nuevos socios y las iniciativas para vender sus acciones a grandes empresas, desataron nuevas disputas entre los miembros.

La compañía internacional “La Tigrera S.A.” también pugnaba por el derecho de explotación en el sector de “La Playa”. En 1987 logró que el Instituto Nacional de Minería le adjudique las veinte hectáreas de la Cooperativa “10 de Enero”, institución que negó a su vez el otorgamiento de los títulos mineros a los cooperados. El gerente general de “La Tigrera S.A.”, Sebastián Valdivieso, solicitó al subsecretario de Gobierno, Luis Novoa, ordenar el desalojo. Se extendió la solicitud a Carlos Falquez Batallas, gobernador del El Oro y miembro del partido de gobierno, quien ofició al intendente general de la Policía el 24 de octubre de 1987, para “proceder al desalojo”.

Previo a esta orden, los mineros de la Cooperativa “10 de Enero” habían sido desalojados en dos ocasiones anteriores de forma pacífica, pero haciendo caso omiso retornaban al lugar donde se instalaron con maquinaria y diversidad de negocios.

En esta nueva ocasión los mineros fueron advertidos verbalmente del desalojo y que éste iba a ser violento, pero ellos lo tomaban como un “rumor”, ya que nunca se precisó fecha, ni se había presentado orden alguna. Sin embargo, se organizaban en grupos de vigilancia y en uno de esos turnos, Julio Paredes afirma haber visto cómo llegaban hacia la “La Tigrera” “mulas con armamento”.

El 30 de noviembre de 1987, alrededor de las dos de la tarde, elementos policiales y civiles armados concurrieron al sector “La Playa”: rodearon el cerro de la mina y notificaron verbalmente que existía orden de desalojo de la Gobernación de El Oro. Los mineros indicaron que en ese lugar vivían con sus familias10 e intentaron negociar con la gente de La Tigrera y con los policías para evitar el desalojo.

Luego llegó un número mayor de policías y civiles armados; los mineros “fueron a recibirles arriba en la punta del cerro”. Para resistir el desalojo ubicaron a “las mujeres adelante para que los policías no nos hagan nada, pero a las mujeres los cogieron a pegar los policías, me cayó una bomba a un lado, mientras le pegaron a una señora con niño y todo, la hicieron rodar me cogieron presa y me amarraron con otra señora, nos llevaron como animales”. Zoila Rodríguez afirma que “ni siquiera respetaban a las mujeres que cargaban en los brazos a sus tiernos niños, todas las que caíamos en manos de ellos recibíamos golpes de puño y puntapiés”.

Los policías, ante la negativa de los mineros, “comienzan a botar bomba lacrimógena”15 para dispersarlos. Víctor Pesántez se entregó al ver que llevaban detenida a su esposa María Rosario Alvarado, entonces “me comenzaron a patear”. Manuel Tarquino Jaramillo dice que “de un culatazo me rompieron los labios, me esposaron, más abajo me encontré con siete compañeros más, nos llevaron a la parte de La Tigrera”, donde les mantenían detenidos en la intemperie e incomunicados.

Las personas aprehendidas fueron: Rosa María y Raquel Irlanda Guzmán Reyes, María Celina Piñas Zumba, Víctor Miguel Heras Vintimilla, Víctor Pesántez Jiménez, Gustavo Merchán Heras, María Rosario Alvarado Pesántez y Manuel Tarquino Jaramillo.

Los demás mineros se dispersaron, botaron dinamita para evitar el avance de la Policía; pero en cuanto sintieron los efectos de las bombas lacrimógenas huyeron hasta llegar al caserío. En un rancho o una casa vieja de “La Tigrera”, permanecían detenidos los mineros. María Rosario Alvarado Pesántez se lamentaba por sus hijos que quedaron en el caserío de la “10 de Enero”.

Su esposo Víctor Pesántez recuerda que un policía le preguntó a María: “¿y por qué llora señora? ‘Mis hijos están botados, y a mi hijo le doy el seno’. Eran las 11 o 12 de la noche, yo cargaba una cadena de oro grande con un Cristo que me colgaba, le digo al policía: ‘vea tome esto para usted, pero mándeme’ le ofreció al policía regresar a la seis de la mañana del otro día para entregarle más dinero; pero no regresó porque el presidente de la cooperativa no le prestó el dinero.

A mi me dijo el policía: ‘ándate vos con la noticia, dile a los dirigentes que se desparezcan, que se vayan buenamente, tenemos la orden de sacarles a como dé lugar y si no quieren morir mejor córranse, váyanse horita mismo’.

El matrimonio Pesántez Alvarado regresó a la mina en horas de la madrugada y Víctor Pesántez les comentó la advertencia a los socios y al dirigente Jacinto Pintado], quien dijo: ‘no, no hacen nada, aquí les peleamos nomás’”. Al día siguiente, el 1 de diciembre de 1987, un día lluvioso y nublado según describe Juana Rubio Reyes una de las mineras, alrededor de setenta uniformados al mando del mayor Marco Cuvero  y civiles fuertemente armados, concurrieron a la mina a ejecutar el desalojo de la Cooperativa “10 de Enero”.

En ese momento, se encontraban trabajando alrededor de 700 personas, entre las cuales había gran cantidad de mujeres, adultos mayores y niños.

Los mineros, sin portar armas, subieron al cerro “La Ensillada” para evitar el desalojo; pero a la orden de uno de los oficiales al mando, los elementos policiales y civiles armados, lanzaron bombas lacrimógenas y abrieron fuego en contra de la población. Zoila Rodríguez, una de las personas que se encontraba en el lugar en ese momento afirma que “nos lanzábamos al suelo, pero el compañero Vicente Calle no pudo hacerlo rápidamente”.

Ermenejildo Jiménez recuerda cómo “disparó la Policía y le pega en toda la frente al compañero Calle”. La gente huía y en medio de la confusión de las balas iban cayendo heridos. Sergio Banderas, cuando intentó escapar, sintió “un impacto de bala que me cogió en el pecho, lo que hice es clavarme en la maleza, sintiéndome que estaba bien, hago el esfuerzo y me paré”. José Polo Rodríguez Heras observó cómo “un compañero que se llama Raúl Pintado Saraguro, corre para pasarse a otra piedra y le disparan en la pierna”. Daniel Alvarado dice “me cogió una bala perdida en el brazo derecho”. Jacinto Eulogio Merchán afirma que “me dieron un balazo, pero no sentí nada, me detuvieron, me patearon en la espalda, en el camino me maltrataban”.

También fueron detenidos José Vicente Rodríguez Redrovan y Germán Pesántez, quienes se habían escondido en una cueva. Gustavo Berrezueta se encontraba junto a un joven menor de edad quien vio “cuando vino un grupo de militares y le dieron a Berrezueta un tiro en la pierna izquierda, entonces él dijo: ‘¡Oye Sandro! Dile a la Narcisa su esposa que me mande a alguien que me cargue porque estoy herido, estoy fregado”. El presidente de la Cooperativa, Jacinto Pintado, también se encontraba junto a Gustavo Berrezueta: “pensamos sacarle como sea de la montaña, pero oímos una voz que dijo: ‘denles bala que por la montaña se está yendo la gente’, y enseguida vino la ráfaga. No fue posible rescatarle al compañero que llorando dijo: ‘no me dejen por el amor de Dios, llévenme’, pero ante la balacera nosotros salimos arrastrándonos por la montaña y dijimos: ‘más luego te venimos a ver’”.

Francisco Moncada recuerda que “estaba con el compañerito a mi ladito ¡prum! cayó con el balazo no recuerda su nombre.

Yo estaba con mi hijo también allá, pero por suerte no nos pasó nada a nosotros, pero de ahí siguieron matando a la gente nosotros corrimos los que avanzamos a correr y vinieron y se posesionaron los policías y quemaron los ranchos, quemaron las ollas, todas las cosas, nosotros vinimos a parar acá abajo en La Playa. La Policía no nos paraba bola a nosotros no prestaba atención, ellos estaban de parte del gobernador y no había orden ninguna para que suban a ver los muertos los familiares. No me acuerdo, pero hubieron algunos muertos, bastantes, pero como no daban la orden para subir ahí pusieron un retén para que no entre nadie. Claro, yo vi esos cadáveres, uno cayó a mi lado no le digo, muerto, ya con el balazo quedó ahí. Yo creo que hubo como unos veinte muertos. Yo vi como unos cinco”.

Policías y civiles armados continuaron la persecución por tres horas en que “la bala era incesante”. Durante la persecución las viviendas de los mineros fueron saqueadas y muchas de ellas, como la de Janeth Pesántez Alvarado (hija mayor de Víctor Pesántez y María Alvarado) se incendiaron: “nuestro rancho estaba comenzando a quemarse y ya no avanzamos a sacar nada, yo sostuve en brazos a mi hermano más chiquito y mi tío me ayudó con los hermanos más grandes”.

Quienes iban a sus ranchos a ver si podían rescatar algo eran sorprendidos por las balas, además, los agentes armados dinamitaron las “chancadoras” instrumento de trabajo de los mineros. Los equipos mineros, la mercancía de los comercios, alimentos y electrodomésticos que habían adquirido los cooperados y por los cuales se encontraban endeudados, fueron totalmente destruidos.

Los demás mineros y sus familiares corrieron hasta llegar al sector de “La Playa”, donde se reagruparon: se escuchaban los llantos, los comentarios de que habían dos mujeres muertas, y lo de la orden de botar los cadáveres; vieron heridos que llegaban al lugar ensangrentados y hablaban de otros heridos que se quedaron en el cerro. La gente buscaba a sus familiares y conocidos entre la muchedumbre y no los hallaban.

Las personas que resultaron heridas fueron: Sergio Banderas, Raúl Pintado, Miguel Jara, Isauro García, Luis Cuenca, Raúl Pinto y Gustavo Cahuano que fueron trasladados al hospital Teófilo Dávila de la ciudad de Machala. Mientras Daniel Alvarado fue llevado por sus compañeros directamente a una clínica en la misma ciudad, donde se le amputó el brazo.

El 1 de diciembre los detenidos en “La Tigrera” fueron llevados por los policías al lugar de la balacera. Al caer la noche, los últimos fueron trasladados a la Comandancia de la Policía de Machala, y Eulogio Merchán que se encontraba herido fue llevado al hospital de Machala.

La prensa hizo pública la noticia afirmando la existencia de al menos seis personas muertas, treinta heridos y varias personas desaparecidas. Ilustró, además, la condición en la que quedaron las personas que se refugiaron en el aula de una escuela del sector. El 2 de diciembre de 1987, los mineros intentaron ingresar a la zona minera para recuperar los cadáveres; pero no se les permitía porque la mina estaba resguardada, “la Policía permaneció aquí durante algunos días, que nadie por ningún lado no nos dejaban entrar, nosotros queríamos que nos dejen entrar siquiera a sacar algo de comer y eso tampoco nos dejaron. Nosotros pedimos por ahí a alguien que nos de comer, porque si no nos moríamos de hambre”.

Los miembros de la Asociación “10 de Enero” pidieron ayuda al párroco de la Iglesia y a la Comisión Diocesana de Derechos Humanos (CDDH), quienes se encargaron de recabar toda la información sobre el hecho.

Desde un principio las autoridades locales intentaron evitar que se realice el rescate de los cadáveres. José Loor Auad, jefe político de Machala y el coronel Jaime Vallejo, comandante de la Policía de El Oro, afirmaron que no existían muertos, sino solo heridos y detenidos. Por su lado, Jacinto Pintado, presidente de la Cooperativa “10 de Enero” viajó hasta Quito para denunciar el violento desalojo ante el Congreso Nacional, donde se conformó una comisión de investigación integrada por Milton Aguas y Manuel Muñoz del partido político Izquierda Democrática y Noé Bravo del Movimiento Popular Democrático.

También el teniente político de la parroquia de Pucará, provincia del Azuay, Rodrigo Barsallo llegó al lugar para reclamar por la muerte de Manuel Berrezueta, su coterráneo. Pidió ingresar para recuperar el cuerpo en la zona minera, pero se lo impidieron. Elvis Holger Banderas Campoverde, quien tenía familiares, amigos, un puesto de trabajo en la mina y además era voluntario en el Cuerpo de Bomberos de Pasaje, se comunicó con el señor Jorge Vaca Mosquera, entonces jefe del Cuerpo de Bomberos y comisario del cantón Pasaje, para que autorice labores de rescate en la peña, pero este último se negó a dar la disposición. Sin embargo, Elvis Banderas convenció a sus compañeros Julio Jaramillo, Manuel Yunga, Roberto Peña, Javier Fajardo y Manuel Solano, para que lo acompañen en el rescate.

A solicitud del gobernador de esa época, Carlos Falquez Batallas, Manuel Quezada de la directiva de la Cooperativa “10 de Enero” junto a Lenin Iturralde de la Comisión Diocesana de Derechos Humanos, se trasladaron a la ciudad de Pasaje, según refiere este último, “para coordinar el arribo de los miembros de la comisión al punto del desalojo y retirar cuerpos, o dar auxilio médico a posibles heridos; nos apersonamos en el local la Defensa Civil de Pasaje, donde actuaba como comisario este señor Jorge Vaca, quien mantenía por radio permanente comunicación con Carlos Falquez Batallas, para organizar el operativo.

 Continúa…

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